Como cada domingo,
leíamos el periódico juntos, acompañándolo de un interminable
desayuno, tranquilos. Un pequeño placer que tardaba en llegar una
elipse semanal, deseosos de compartir tiempo, de unir nuestros mundos
en un eclipse que se alargaba todo el día, y en el que conseguiamos
hacer salir las estrellas y ver cometas que tardarían en volver a
pasar siete días sin sus noches por las lunas de nuestras retinas.
Comentábamos noticias repetidas del domingo anterior, resolviamos de
memoria crucigramas con los días de nuestros encuentros, y al llegar a
la hoja de orbituarios vimos en la esquina superior un pequeño
cuadrado que indicaba la fecha de extinción de nuestro universo.
Encerraba la hora exacta en la que mi sol se apagaría helado por tu
luna, que ante mí, jamás volvería a ver lucir llena y serena.
Comprendimos al instante, sonreímos y nos miramos, y sin mediar
palabra decidimos retar aquella tinta que nos daba 24 horas para el
final. El desayuno, por primera vez quedó a medias, y la música
seguía sonando cuando soltando nuestras manos al salir del portal tu
decidiste girar a la izquierda, y yo seguír todo recto por la calle
que a tí nunca te gustó pisar. Al alejarnos no podía parar de
recordar el camino exácto que hice seis meses atrás; aquel
fatídico día invernal en el que ocurrió el milagro de nuestro
pequeño Big Bang.